Ramiro
Alfonso Gómez Arzapalo Dorantes
La celebración del día de muertos en México
se reviste de una peculiar explosión de colores, olores y sabores. La
concepción de la muerte que subyace en las ofrendas a los muertos, nos habla no
de un cese de la vida, sino de la prolongación de ésta en otras posibilidades,
formas y un lugar desconocido, pero desde donde las redes sociales trascienden
el acontecimiento de la defunción. Los
vivos y los muertos conviviendo en armonía y afecto aún después de años
del deceso, es una concepción social sui
generis en la cual los lazos de
convivencia social prevalecen con vigor y dinamismo.
En los contextos urbanos, posmodernos y ultra
tecnologizados, el vínculo con la tierra, la naturaleza y los entes divinos que
pueblan el paisaje, se ha perdido paulatinamente y la tradición del día de
muertos se conserva a un nivel folklórico de referencia identitaria más bien
manipulada desde las instancias educativas y gubernamentales. Pero en el campo
mexicano es otro cantar. Las comunidades campesinas de ascendencia indígena son
depositarias de una tradición ancestral que se transmite con fuerza y
entusiasmo. El vínculo con la tierra a través de la actividad agrícola hace que
la ritualidad contemple no sólo a los entes divinos presentes en el entorno
natural, sino también a los muertos que se integran a la actividad agrícola
como “almas” tal y como ha insistido desde hace años en sus investigaciones
antropológicas Catherine Good[1]:
“los muertos trabajan”.
Desde este contexto tradicional, la ceremonia
del día de muertos es un asunto de justicia y reciprocidad con los difuntos que
reciben su parte en la ofrenda por el trabajo aportado en la actividad agrícola
y una nueva cosecha, pues recordemos que la celebración de muertos en noviembre
se ubica –de forma general- en el período de cosecha del ciclo agrícola del
maíz. En este sentido, bien apunta Signorini lo siguiente:
[…] el afectuoso encuentro anual. En
verdad es el afecto, o por lo menos su demostración, expresada en el recuerdo y
éste a su vez en una serie de actos beneficiosos para las dos partes
interesadas, lo que permite el acercamiento espacial de ambas después de la
cesura impuesta por la muerte, con la anulación de la corporeidad. Pero también
es verdad que los muertos son entidades ambiguas, caracterológicamente humanas
pero dotadas de poderes que están negados a los hombres. El afecto, el amor, se
mezcla con un sentimiento de envidia hacia los que todavía gozan de lo que
ofrece la vida terrena: una envidia que parece encontrar desahogo en el castigo
que infligen a los individuos que de algún modo no los respectan […] los
muertos están “constitucionalmente” hambrientos de vida, al punto de que se
apoderan de la vida de los hombres si éstos no les ofrecen en abundancia otro
alimento que contenga las sustancias vitales de las que están ávidos […] si una
de sus funciones es la de asegurar la continuación de la vida, en cierto
sentido necesitan ser reaprovisionados de ella, creando así esas espiral de
muerte-creación de vida-muerte […][2]
La ofrenda misma es un sentido esfuerzo por
agradar a los muertos y agasajarlos, no en la ambigüedad y anonimato de una
referencia general a “los muertos”, sino
el papá, la mamá, el abuelo, la abuela, el hijo y todos aquellos que se han
adelantado al “más allá”. Es un asunto tan personal que se atienden los
detalles más pequeños en cuanto a la personificación de la ofrenda: el atole
soplado en taza pequeña para que el niño muerto no se queme al beberlo, el
chocolate amargo y sin azúcar para el abuelo porque así le gustaba, los tamales
sin chile para los niños, el refresco específico del tío, la marca de cigarros
del papá, etc.
Así, no es de extrañar que en la tradición
oral de estos pueblos, sean frecuentes las leyendas en torno al tema,
reforzando esta práctica ritual. Por ejemplo, hay una historia muy recurrente
en Michoacán y Oaxaca, donde se habla de la procesión de las ánimas que se
aparece a los vivos que ya no quieren ofrendar. Dicen que en la noche del 2 de
noviembre, una persona que había dejado de poner la ofrenda a sus muertos por
considerarlo una “pérdida de tiempo” y una “superstición”, escuchó ya muy tarde
en la noche el tumulto de mucha gente que pasaba fuera de su casa. Entonces al
asomarse por la ventana, vió la procesión de las ánimas que se dirigían de
regreso al lugar de los muertos, muy contentas, platicando y cargando gustosas
la comida y bebida y flores que sus familiares les ofrendaron. Se presumían
entre ellas lo que cada cual había recibido e intercambiaban cosas que se les
antojaban de las otras ofrendas. Esta persona incrédula, reconoció a gente con
la que convivió en vida y todos avanzaban con algarabía por la calle iluminados
por las velas y cirios que les dieron en la ofrenda.
Hasta atrás de esta larga procesión, pasaron
–en penumbras-, apesadumbrados y llorosos, los padres de este expectador, muy
tristes, con las ropas roídas, las manos vacías y sin consuelo alguno, pues no
les dio nada en la ofrenda. Los escuchó lamentarse al pasar: “ingrato mi’jo que
nunca se acuerda de nosotros”, “ya olvidó todo lo que hicimos por él cuando
vivíamos”.
Hay variantes de esta historia, donde se dice
que el hijo que ya no ponía ofrenda, era imprecado por ello por sus familiares,
entonces –ya harto- y para que no lo molestaran más, puso en una mesa en su
casa un atado de rastrojo. En la noche despertó al paso bullicioso de la
procesión de las ánimas y al final de todo el cortejo alegre y rebosante de
regalos, venían cabizbajos sus papás cargando su ato de pastura.
En algunos lugares de Michoacán dicen que los
muertos olvidados se prenden un dedo, “para aluzarse” el camino de regreso,
porque no tienen nada, ya que nada les ofrendaron.
En fin, hay muchas variantes de este tipo de
narraciones, pero todas coinciden en resaltar la ingratitud de quien olvida y
el pesar del olvidado. Además todas llevan al mismo desenlace: quien no creía,
empieza a creer y no vuelve a fallar en ofrendar cada año.
En relación con las ánimas, conviene traer a
colación lo escrito por Catalina Rodríguez, desde su experiencia con los
chontales:
Se hace referencia concretamente a las
ánimas de lo que se podría llamar “nuestros muertos”, entendiendo por ánima o
sombra “el principio vital etéreo” propio del ser humano, que se encuentra
alojado en su cuerpo desde su nacimiento, pero que puede vivir
independientemente de él. […] Por “nuestros muertos” se entiende las ánimas de
los familiares ascendientes, descendientes o colaterales de los miembros de un
grupo doméstico, que han fallecido y a los que por lo menos uno de los miembros
recuerda. Tienen la cualidad de ser viajeras, y por eso es más factible que
puedan comunicarse con los santos e interceder por los vivos. […] Si
consideramos a las ánimas como integrantes del núcleo doméstico es posible ver
los rituales funerarios y de culto a las sombras como expresiones de la
organización social, específicamente de un tipo de relaciones sociales. Quizá
entonces sea más correcto verlos como actos sociales con sentido religioso, en
lugar de actos religiosos con sentido social.[3]
Así, podemos concluir que
esa concepción de “alma” entre las comunidades campesinas de origen indígena en
México, a pesar de retomar el término del mundo occidental a través del
cristianismo, incluye su propia cosmovisión en cuanto al destino post-mortem del núcleo imperecedero
humano y la actividad que sigue realizando en su nuevo estado existencial. Por
tanto debemos entender que la insistencia en las
obligaciones rituales para con las almas, en contexto cultural indígena
mesoamericano, aunque impliquen evidentemente una concepción del ser humano
compuesto por cuerpo y alma, nos abren a un horizonte de sentido muy diferente
al de Occidente y nos ofrece una explicación muy original del problema de la
muerte y trascendencia humana, lo que
definitivamente sugiere una procedencia cultural autóctona.
Todos estos rituales, de una u otra forma,
nos hablan de una concepción de la vida y la muerte que no está atravesada por
una barrera impenetrable entre el más
allá y el más acá. En cierto
sentido esa trascendencia a la que llega el difunto, nunca es tan trascendente
como para divorciarse de la inmanencia de este mundo en el aquí y el ahora. Es
otra cosmovisión, donde las realidades de este y el otro mundo parecen
resumirse en este único mundo con potencialidades diferentes (las almas pueden
cosas que los vivos no). Definitivamente es una concepción del cosmos donde los
ámbitos de lo divino, la naturaleza, los humanos –vivos y muertos- interactúan
en un constante intercambio de bienes y relaciones a imagen y semejanza de las
redes de solidaridad y organización social que viven estos grupos culturales.
[1] GOOD Eshelman,
Catharine, Haciendo la lucha: arte y comercio nahuas de Guerrero, Fondo
de Cultura Económica, México. 1988; “Trabajo, intercambio y la
construcción de la historia: una exploración etnográfica de la lógica cultural
nahua”, en: Cuicuilco, Nueva Época, 1, pp. 139-153. 1994; "El trabajo de los muertos en la Sierra de Guerrero",
en: Estudios de Cultura Náhuatl, Universidad Nacional Autónoma de México,
vol. 26, pp. 275-287. 1996; “El ritual y la reproducción de la cultura:
ceremonias agrícolas, los muertos y la expresión estética entre los nahuas de
guerrero”, en: Johanna Broda y Félix Báez-Jorge (coords.), Cosmovisión,
ritual e identidad de los pueblos indígenas de México, pp. 239-297, Consejo
Nacional para la Cultura
y las Artes – Fondo de Cultura Económica, México. 2001; "Trabajando
juntos: los vivos, los muertos, la tierra y el maíz", en: Johanna Broda y
Catharine Good Eshelman (coords.): Historia y vida ceremonial en las
comunidades mesoamericanas: los ritos agrícolas, Instituto Nacional de
Antropología e Historia – Instituto de Investigaciones Históricas / Universidad Nacional Autónoma de
México, México. 2004; “La fenomenología de la muerte en la cultura
mesoamericana: una perspectiva etnográfica”, en: Lourdes Báez Cubero y Catalina
Rodríguez Lazcano (coords.), Morir para
vivir en Mesoamérica, pp. 299- 322. México, INAH, 2008.
[2] SIGNORINI, Italo, “El regreso de los difuntos en el
mundo indígena mesoamericano contemporáneo”, en: Lourdes Báez Cubero y Catalina
Rodríguez Lazcano (coords.), Morir para
vivir en Mesoamérica, pp. 249-258. México, INAH, 2008, p. 253-254.
[3] RODRÍGUEZ
Lazcano, Catalina, “Cuidando las ánimas de nuestros
muertos”, en: Lourdes Báez Cubero y Catalina Rodríguez Lazcano (coords.), Morir para vivir en Mesoamérica, pp. 85-
114. México, INAH, 2008, pp. 88-89.