La
celebración del día de muertos en México se reviste de una peculiar explosión
de colores, olores y sabores. La concepción de la muerte que subyace en las
ofrendas a los muertos, nos habla no de un cese de la vida, sino de la
prolongación de ésta en otras posibilidades, formas y un lugar desconocido,
pero desde donde las redes sociales trascienden el acontecimiento de la
defunción. Los vivos y los muertos
conviviendo en armonía y afecto aún después de años del deceso, es una
concepción social sui generis en la cual los lazos de convivencia social
prevalecen con vigor y dinamismo.
En
México, hay que expresar que la conciencia de finitud implícita en la muerte, se
trata de una conciencia optimista que significa todo a partir de la certeza en
un punto final, así pues, se asume con sentido festivo y alegre. Es un punto
final que pone fin –es cierto-, pero que a la vez hace que todo cobre un
especial sentido desde el principio. No ser eternos es tener proyectos, saber
que nuestro tiempo es limitado y por eso cada instante se significa plenamente.
Una vida eterna no es una vida humana. En este sentido, si quitáramos ese punto
final en la existencia humana, se quita también el sentido de nuestro proyecto
humano, pues lo que queramos ser podemos serlo ahora, en un siglo, en mil años
o nunca. Como esa no es nuestra condición y somos finitos y limitados, entonces
cada acción, cada decisión vale y llena de sentido nuestra frágil y breve
existencia.
La
muerte, indudablemente, es un proceso social. La muerte individual involucra a
todo el colectivo y le provoca existencialmente a asumir la partida del muerto,
en necesaria confrontación con la propia muerte. Cabe señalar también que las
prácticas rituales y las representaciones sociales en derredor de la muerte,
sirven para afrontar la separación física. Es una necesidad psicológica
innegable. En este sentido, por ejemplo el novenario, el aniversario, etc. es
una forma de dosificar la partida, es despedir al muerto poco a poco,
desapegarse paulatinamente. Dado que la muerte es un acontecimiento
desconcertante, definitivo, doloroso, confuso y conflictivo, psicológicamente,
morir, implica un proceso para recuperar la ordinariedad de los vivos, por eso
son tan valiosos los rituales, pues ayudan a reconstruir la realidad sin el
muerto: asumir la ausencia reconstruyendo la presencia. Así pues queda claro
que la muerte como cesación de las funciones biológicas que posibilitan el
fenómeno que llamamos vida, es un problema biológico y de procesos físicos y
químicos, pero el acto morir –para el humano- es un asunto eminentemente
cultural.
En
este sentido, las artesanías festivas de día de muertos son espejos fieles de
los anhelos y esperanzas de esta vida reflejadas en la otra vida, allende las
fronteras del misterio. Implican una forma de ver la vida y la muerte, que
conlleva una riqueza histórica y cultural inmensa. La vida extendida hasta los
confines de la muerte, o una muerte que se niega a erradicar la vida, en todo
caso son expresiones plásticas de una muerte llena de vida, y recordando el
refrán: El vivo al gozo y el muerto al
pozo, se puede percibir una realidad social donde el vivo goza, y el muerto
-aunque se vaya al pozo- sigue gozando en el más allá de las delicias del más
acá.
La
forma de asumir este acontecimiento de la muerte específicamente en México
contemporáneo es –sin lugar a dudas- festiva. Se trata de un reflejo pleno de
la vida más allá de la vida, la muerte como proyección de la vida, una muerte
no estática sino activa, plagada de variedad y posibilidades de acción, en
resumen: una muerte llena de vida. Una concepción cultural de la muerte, que ve
a ésta como un cambio de status
existencial, pero que al fin y al cabo implica la concepción de una línea de
continuidad de la existencia mundana y la del más allá, articuladas de tal manera, que ese más allá nunca deja las referencias a esta vida presente.
En
el contexto mestizo urbano mexicano, la celebración del día de muertos es una
fiesta que inunda de colores, olores y sabores característicos los últimos días
de octubre y primeros de noviembre. Sin embargo, hay un paulatino proceso de
nuevas y variadas mezclas que en una sociedad de mercado irrumpen continuamente
generando nuevos sincretismos y formas culturales que tienden a uniformarse con
los parámetros de tendencia universal que emanan desde los países desarrollados
que mediante la globalización expanden sus formas de vida, expandiendo con ello
su mercado, y dominio ideológico.
Es
interesante enfatizar aquí, que a pesar del eminente intercambio cultural
contemporáneo de elementos autóctonos y foráneos, algunas ideas centrales que
subyacen en la cosmovisión local siguen marcando la diferencia. Me refiero
específicamente a las intromisiones del Halloween
en la fiesta de muertos. Vale la pena considerar las diferencias radicales que
existen en el fondo entre ambas procedencias culturales, mientras que para la
primera la cuestión de los muertos es asunto de miedo, donde lo terrorífico es
la posibilidad que los muertos retornen a la vida, en el caso de las ofrendas a
muertos en contextos tradicionales mexicanos, se trata de todo lo contrario. Al
muerto se le invita para que regrese, no se hace algo para alejarlo, sino para
atraerlo, no en una visión terrorífica, sino llena de sentimientos positivos en
la convivencia familiar y social, de la cual se le hace aún partícipe al
difunto.
En
los contextos urbanos, posmodernos y ultra tecnologizados, el vínculo con la
tierra, la naturaleza y los entes divinos que pueblan el paisaje, se ha perdido
paulatinamente y la tradición del día de muertos se conserva a un nivel
folklórico de referencia identitaria más bien manipulada desde las instancias
educativas y gubernamentales. Pero en el campo mexicano es otro cantar. Las
comunidades campesinas de ascendencia indígena son depositarias de una
tradición ancestral que se transmite con fuerza y entusiasmo. El vínculo con la
tierra a través de la actividad agrícola hace que la ritualidad contemple no
sólo a los entes divinos presentes en el entorno natural, sino también a los
muertos que se integran a la actividad agrícola como “almas”. Así, en el seno
de comunidades tradicionales mexicanas, específicamente comunidades indígenas o
comunidades campesinas de origen indígena, es evidente que la celebración de
muertos sigue siendo un acontecimiento festivo que ata indisociablemente el
mundo de los vivos con el de los muertos. En el seno de este tipo de
comunidades, morir no implica dejar de pertenecer al grupo social, “los del
pueblo”, “la gente del pueblo” sigue
siendo del pueblo aunque esté muerta.
A
pesar de la enorme diversidad que los diferentes grupos indígenas tienen de
celebrar a sus muertos, ciertas notas comunes pueden extraerse, tales como las
siguientes ideas cruciales: el muerto sigue pertenciendo a la sociedad, allá
donde está sigue trabajando y tiene hambre, por lo que debe ser alimentado,
aunque su alimento pertenezca ya al ámbito de lo etéreo: esencias, olores,
sabores, tiene derecho a él, pues trabaja junto con los vivos en el éxito del
ciclo agrícola. En todo caso, es una concepción que implica la noción de que
sigue siendo necesario mantener un intercambio social entre vivos y muertos.
Las redes sociales incluyen a los muertos. Así pues, mediante la muerte, los
seres humanos se separan de los vivos y se reúnen con los muertos, pero no se
disuelve el vínculo comunitario. En este sentido, los muertos son seres
sociales y no dejan de ser parte del colectivo. Vivos y muertos juntos
conforman la sociedad humana en conjunto, pues el muerto no deja de existir a
pesar de su cambio ontológico.
La
ofrenda misma es un sentido esfuerzo por agradar a los muertos y agasajarlos,
no en la ambigüedad y anonimato de una referencia general a “los muertos”, sino el papá, la mamá, el
abuelo, la abuela, el hijo y todos aquellos que se han adelantado al “más
allá”. Es un asunto tan personal que se atienden los detalles más pequeños en
cuanto a la personificación de la ofrenda: el atole soplado en taza pequeña
para que el niño muerto no se queme al beberlo, el chocolate amargo y sin
azúcar para el abuelo porque así le gustaba, los tamales sin chile para los
niños, el refresco específico del tío, la marca de cigarros del papá, etc.
Así,
no es de extrañar que en la tradición oral de estos pueblos, sean frecuentes
las leyendas en torno al tema, reforzando esta práctica ritual. Por ejemplo,
hay una historia muy recurrente en Michoacán y Oaxaca, donde se habla de la
procesión de las ánimas que se aparece a los vivos que ya no quieren ofrendar.
Dicen que en la noche del 2 de noviembre, una persona que había dejado de poner
la ofrenda a sus muertos por considerarlo una “pérdida de tiempo” y una
“superstición”, escuchó ya muy tarde en la noche el tumulto de mucha gente que
pasaba fuera de su casa. Entonces al asomarse por la ventana, vió la procesión
de las ánimas que se dirigían de regreso al lugar de los muertos, muy
contentas, platicando y cargando gustosas la comida y bebida y flores que sus
familiares les ofrendaron. Se presumían entre ellas lo que cada cual había
recibido e intercambiaban cosas que se les antojaban de las otras ofrendas.
Esta persona incrédula, reconoció a gente con la que convivió en vida y todos
avanzaban con algarabía por la calle iluminados por las velas y cirios que les
dieron en la ofrenda.
Hasta
atrás de esta larga procesión, pasaron –en penumbras-, apesadumbrados y
llorosos, los padres de este expectador, muy tristes, con las ropas roídas, las
manos vacías y sin consuelo alguno, pues no les dio nada en la ofrenda. Los
escuchó lamentarse al pasar: “ingrato mi’jo que nunca se acuerda de nosotros”,
“ya olvidó todo lo que hicimos por él cuando vivíamos”.
Hay
variantes de esta historia, donde se dice que el hijo que ya no ponía ofrenda,
era imprecado por ello por sus familiares, entonces –ya harto- y para que no lo
molestaran más, puso en una mesa en su casa un atado de rastrojo. En la noche
despertó al paso bullicioso de la procesión de las ánimas y al final de todo el
cortejo alegre y rebosante de regalos, venían cabizbajos sus papás cargando su
ato de pastura.
En
algunos lugares de Michoacán dicen que los muertos olvidados se prenden un
dedo, “para aluzarse” el camino de regreso, porque no tienen nada, ya que nada
les ofrendaron.
En
fin, hay muchas variantes de este tipo de narraciones, pero todas coinciden en
resaltar la ingratitud de quien olvida y el pesar del olvidado. Además todas
llevan al mismo desenlace: quien no creía, empieza a creer y no vuelve a fallar
en ofrendar cada año.
Hace
algunos años tuve la oportunidad de estar en Chilac, Puebla, con ocasión de la
fiesta de muertos. En esta comunidad se celebra a los muertos con ofrendas que
se colocan en las casas. Se trata de una ofrenda grande donde se colocan canastas
y tenates de diferentes tamaños, correspondiendo éste a la edad del difunto.
Las canastas son ofrendas para mujeres y los tenates para varones. Así pues, la
variedad de tamaños de las canastas y los tenates resulta muy llamativo en la
ofrenda. Hay canastitas minúsculas que caben en la palma de la mano y otras muy
grandes, donde caben guisos, tortillas, panes, licor, etc. A los niños se les
ofrendan dulces, galletas, leche con azúcar, café con leche, etc, cuidando que
no esté muy caliente para ellos. Además se les colocan juguetes y la comida
salada que se les ofrenda no lleva chile. Es muy interesante que durante los
días que están las ofrendas, las redes sociales no solamente incluyen a los
vivos sino que se incorpora a los muertos, mediante las visitas y envíos de
ofrendas a los familiares o amigos difuntos.
Ofrendas en una casa en Chilac, Puebla, 1° de noviembre de 2005.
Fotografías del autor.
La
ofrenda se coloca en la habitación principal y allí se dejan las camas
preparadas con sábanas y cobijas limpias para recibir a los invitados
principales que son los difuntos y que permanecerán unos días con los vivos.
Hay que destacar que durante estos días el ir y venir de personas que llegan a
las casas a dejar sus canastas o tenates, según sea el caso, implica la
continuación de lazos sociales con los difuntos que desde la praxis social se consideran
parte activa de la comunidad de los vivos.
Ofrendas en casas en Chilac, Puebla, 1° de noviembre de 2005. Fotografías
del autor.
En
medio de esta vivencia ritual el término “creer” se asume de una forma mucho
más radical que en los contextos no indígenas, donde considerar la presencia o
ausencia de las almas de los difuntos se circunscribe a un ámbito individual de
creencia personalizada. En medio de estas comunidades, como la referida de
Chilac en Puebla, la presencia de estos miembros de la comunidad se considera
tan real que aún en su nuevo estatus de “ánimas” son recibidos como una visita
real y material que requiere la asignación de un espacio para que pernocten y
el suministro de bebidas y alimentos en un contexto festivo donde los vivos y
los muertos degustan juntos durante estos días.
Hay
comunidades indígenas, como Chilac, donde se considera que las almas llegan
desde el 29 de septiembre (fiesta de San Miguel Arcángel) y permanecen desde
entonces hasta el 2 de noviembre cuando regresan a su lugar. Durante este lapso
de tiempo, los muertos son atendidos continuamente, pues se trata de un período
de convivencia que vuelve a ser posible solamente durante esos días.
Definitivamente,
la concepción de la muerte como un punto final de la existencia sin posibilidad
de solución, no opera en estas comunidades, donde la vida no termina con la
muerte, sino que continúa después de ésta en una cercanía muy marcada de
actividades, pertenencia social y gustos personales que se siguen
satisfaciendo.
El
muerto consume solamente los aromas, porque ya es alma, por eso le duran para
todo el año y los vivos –a su vez- participan del convite al consumir la comida
de la que ya comieron sus muertos. Al ser consideradas las almas como algo
etéreo, se considera que solamente consumen los aromas y las esencias, por
ello, es imprescindible que los alimentos que se realizan para los muertos
contengan mucho condimento, como chile, hierbas de olor, epazote, laurel,
piloncillo, canela, café, vainilla, etc, pues los muertos solamente consumen
los olores. De igual forma, el camino de regreso del más allá hacia la casa en el más
acá, se marca con flores muy aromáticas, como el cempoalxóchitl y el
pericón.
En
este orden de ideas, el muerto come una vez al año –cuando se le ofrenda- y se
le da comida para llevar y compartir en el otro mundo. En relación con esto llama
la atención que en algunas poblaciones, como San Marcos Tlacoyalco, al muerto
reciente, se le ofrendan continuamente un pan y un refresco durante el primer
año de muerto, en lo que se acostumbra a comer cada año.
Todos
estos rituales, de una u otra forma, nos hablan de una concepción de la vida y
la muerte que no está atravesada por una barrera impenetrable entre el más allá y el más acá. En cierto sentido esa trascendencia a la que llega el
difunto, nunca es tan trascendente como para divorciarse de la inmanencia de
este mundo en el aquí y el ahora. Es otra cosmovisión, donde las realidades de
este y el otro mundo parecen resumirse en este único mundo con potencialidades
diferentes (las almas pueden cosas que los vivos no). Definitivamente es una
concepción del cosmos donde los ámbitos de lo divino, la naturaleza, los
humanos –vivos y muertos- interactúan en un constante intercambio de bienes y
relaciones a imagen y semejanza de las redes de solidaridad y organización
social que viven estos grupos culturales.
Aquí
lo que está de fondo, es la concepción misma de la muerte, en su indisociable
binomio vida-muerte. No se trata de un culto a la muerte, como personificación
del acontecimiento último, sino de un culto a los muertos y el reflejo de sus
posibilidades de acción en el a
posteriori de la muerte. Implica siempre una cierta ubicación de la propia
muerte, pero se significa ante todo frente al desprendimiento de los seres
queridos y aquello que se concibe harán ahora que están muertos en su nuevo
“status”, y cuáles son los deberes o normas que determinarán el tipo de
relación que se establece entre vivos y muertos.
Evidentemente
el culto a los muertos es una característica universal humana. Eso es
incuestionable y resulta tautológico, sin embargo, los matices en esas formas
culturalmente diversas de concebir a la muerte y al muerto, son también
incuestionablemente diferentes. De esa diferencia “nuestra” es a lo que me
quiero referir. Generalmente en Europa y en África, el culto a los muertos pone
un énfasis en “cumplirle” al difunto, en un esfuerzo por que se aleje y no
vuelva. La idea de un muerto presente, no es para nada concebido como una
bendición o motivo de alegría, de hecho, lo terrorífico de los muertos es
llegar a tener algún tipo de contacto postmortem
con ellos. El culto, los rituales, etc en derredor del muerto en esos
contextos es un claro decirle: “vete”, “¡Aléjate de nosotros!”, “ya no
perteneces a este lugar”. El Halloween
opera bajo esa lógica: el muerto es cosa de miedo, espanto, susto, es mejor que
esté lejos (tal vez no olvidado, pero que no rebase su frontera hacia acá). En
África el culto a los muertos se asocia muy frecuentemente con una obligación
que de no cumplirse, el muerto, se cobraría “a lo chino” con los vivos. Es muy
cercano a un soborno que garantice la distancia y la ausencia.
En
este orden de ideas, en América indígena, las cosas son muy diferentes. Casi
podríamos decir que la tendencia es diametralmente opuesta. Todo el culto,
rituales, oraciones, ofrendas, etc, están encaminados a invitar al muerto a que
regrese en una temporada específica (en derredor de día de muertos) a convivir,
codearse, embriagarse, comer y reír sin atisbo de miedo alguno a la presencia
espiritual de los finados. Las redes sociales se conservan, la adscripción a la
familia, los parentescos y amistades se conservan, la adscripción social al
pueblo permanece aún después de muertos. Esta característica cultural resulta
muy original y digna de ser considerada a profundidad. Incluso en México
Mestizo, esta concepción ha permeado –en diferentes niveles de profundidad- y
ha generado una manera muy sui generis
de concebir a los muertos.
En
este sentido, el culto a los muertos en México, junto con otros países
latinoamericanos, se asemeja mucho a lo que se puede observar en Asia, con el
culto a los ancestros, donde todo el esfuerzo ritual ofrendado es un constante,
vivo y sentido grito impregnado de afecto dirigido al muerto: “vuelve”,
“regresa”, “sigues perteneciendo a nosotros”.
Tumbas adornadas en un cementerio
de Puebla, 2 de noviembre de 2005. Fotografías del autor.