EXPOSICIÓN VIRTUAL DE CALAVERAS, A PARTIR DE LA EXPOSICIÓN REALIZADA EN EL MUSEO M.G.:

EXPOSICIÓN VIRTUAL DE CALAVERAS, A PARTIR DE LA EXPOSICIÓN REALIZADA EN EL MUSEO M.G.:
EXPOSICIÓN VIRTUAL DE CALAVERAS, A PARTIR DE ESTA EXPOSICIÓN REALIZADA EN EL MUSEO M.G. (UIC), MÉXICO, D.F. PARA VER LAS IMÁGENES DE LAS ARTESANÍAS EXHIBIDAS EN EL MUSEO EN AQUELLA OCASIÓN IR DIRECTAMENTE AL ARCHIVO DEL BLOG DEL 2013. Todas las demás imágenes se han venido incorporando desde entonces según ha crecido esta colección. Además de añadidos alusivos al tema de museos, otras exposiciones y documentales acerca de este tema. Donde no se indique lo contrario, las artesanías cuyas imágenes se exponen aquí pertenecen a la Colección Gómez Arzapalo Lozano.

sábado, 13 de septiembre de 2014

El día de muertos en la imaginería popular mexicana. Aportes desde la antropología.


La celebración del día de muertos en México se reviste de una peculiar explosión de colores, olores y sabores. La concepción de la muerte que subyace en las ofrendas a los muertos, nos habla no de un cese de la vida, sino de la prolongación de ésta en otras posibilidades, formas y un lugar desconocido, pero desde donde las redes sociales trascienden el acontecimiento de la defunción. Los  vivos y los muertos conviviendo en armonía y afecto aún después de años del deceso, es una concepción social sui generis  en la cual los lazos de convivencia social prevalecen con vigor y dinamismo.

En México, hay que expresar que la conciencia de finitud implícita en la muerte, se trata de una conciencia optimista que significa todo a partir de la certeza en un punto final, así pues, se asume con sentido festivo y alegre. Es un punto final que pone fin –es cierto-, pero que a la vez hace que todo cobre un especial sentido desde el principio. No ser eternos es tener proyectos, saber que nuestro tiempo es limitado y por eso cada instante se significa plenamente. Una vida eterna no es una vida humana. En este sentido, si quitáramos ese punto final en la existencia humana, se quita también el sentido de nuestro proyecto humano, pues lo que queramos ser podemos serlo ahora, en un siglo, en mil años o nunca. Como esa no es nuestra condición y somos finitos y limitados, entonces cada acción, cada decisión vale y llena de sentido nuestra frágil y breve existencia.

La muerte, indudablemente, es un proceso social. La muerte individual involucra a todo el colectivo y le provoca existencialmente a asumir la partida del muerto, en necesaria confrontación con la propia muerte. Cabe señalar también que las prácticas rituales y las representaciones sociales en derredor de la muerte, sirven para afrontar la separación física. Es una necesidad psicológica innegable. En este sentido, por ejemplo el novenario, el aniversario, etc. es una forma de dosificar la partida, es despedir al muerto poco a poco, desapegarse paulatinamente. Dado que la muerte es un acontecimiento desconcertante, definitivo, doloroso, confuso y conflictivo, psicológicamente, morir, implica un proceso para recuperar la ordinariedad de los vivos, por eso son tan valiosos los rituales, pues ayudan a reconstruir la realidad sin el muerto: asumir la ausencia reconstruyendo la presencia. Así pues queda claro que la muerte como cesación de las funciones biológicas que posibilitan el fenómeno que llamamos vida, es un problema biológico y de procesos físicos y químicos, pero el acto morir –para el humano- es un asunto eminentemente cultural.

En este sentido, las artesanías festivas de día de muertos son espejos fieles de los anhelos y esperanzas de esta vida reflejadas en la otra vida, allende las fronteras del misterio. Implican una forma de ver la vida y la muerte, que conlleva una riqueza histórica y cultural inmensa. La vida extendida hasta los confines de la muerte, o una muerte que se niega a erradicar la vida, en todo caso son expresiones plásticas de una muerte llena de vida, y recordando el refrán: El vivo al gozo y el muerto al pozo, se puede percibir una realidad social donde el vivo goza, y el muerto -aunque se vaya al pozo- sigue gozando en el más allá de las delicias del más acá.

La forma de asumir este acontecimiento de la muerte específicamente en México contemporáneo es –sin lugar a dudas- festiva. Se trata de un reflejo pleno de la vida más allá de la vida, la muerte como proyección de la vida, una muerte no estática sino activa, plagada de variedad y posibilidades de acción, en resumen: una muerte llena de vida. Una concepción cultural de la muerte, que ve a ésta como un cambio de status existencial, pero que al fin y al cabo implica la concepción de una línea de continuidad de la existencia mundana y la del más allá, articuladas de tal manera, que ese más allá nunca deja las referencias a esta vida presente.

En el contexto mestizo urbano mexicano, la celebración del día de muertos es una fiesta que inunda de colores, olores y sabores característicos los últimos días de octubre y primeros de noviembre. Sin embargo, hay un paulatino proceso de nuevas y variadas mezclas que en una sociedad de mercado irrumpen continuamente generando nuevos sincretismos y formas culturales que tienden a uniformarse con los parámetros de tendencia universal que emanan desde los países desarrollados que mediante la globalización expanden sus formas de vida, expandiendo con ello su mercado, y dominio ideológico.

Es interesante enfatizar aquí, que a pesar del eminente intercambio cultural contemporáneo de elementos autóctonos y foráneos, algunas ideas centrales que subyacen en la cosmovisión local siguen marcando la diferencia. Me refiero específicamente a las intromisiones del Halloween en la fiesta de muertos. Vale la pena considerar las diferencias radicales que existen en el fondo entre ambas procedencias culturales, mientras que para la primera la cuestión de los muertos es asunto de miedo, donde lo terrorífico es la posibilidad que los muertos retornen a la vida, en el caso de las ofrendas a muertos en contextos tradicionales mexicanos, se trata de todo lo contrario. Al muerto se le invita para que regrese, no se hace algo para alejarlo, sino para atraerlo, no en una visión terrorífica, sino llena de sentimientos positivos en la convivencia familiar y social, de la cual se le hace aún partícipe al difunto.

En los contextos urbanos, posmodernos y ultra tecnologizados, el vínculo con la tierra, la naturaleza y los entes divinos que pueblan el paisaje, se ha perdido paulatinamente y la tradición del día de muertos se conserva a un nivel folklórico de referencia identitaria más bien manipulada desde las instancias educativas y gubernamentales. Pero en el campo mexicano es otro cantar. Las comunidades campesinas de ascendencia indígena son depositarias de una tradición ancestral que se transmite con fuerza y entusiasmo. El vínculo con la tierra a través de la actividad agrícola hace que la ritualidad contemple no sólo a los entes divinos presentes en el entorno natural, sino también a los muertos que se integran a la actividad agrícola como “almas”. Así, en el seno de comunidades tradicionales mexicanas, específicamente comunidades indígenas o comunidades campesinas de origen indígena, es evidente que la celebración de muertos sigue siendo un acontecimiento festivo que ata indisociablemente el mundo de los vivos con el de los muertos. En el seno de este tipo de comunidades, morir no implica dejar de pertenecer al grupo social, “los del pueblo”, “la gente del pueblo”  sigue siendo del pueblo aunque esté muerta.

A pesar de la enorme diversidad que los diferentes grupos indígenas tienen de celebrar a sus muertos, ciertas notas comunes pueden extraerse, tales como las siguientes ideas cruciales: el muerto sigue pertenciendo a la sociedad, allá donde está sigue trabajando y tiene hambre, por lo que debe ser alimentado, aunque su alimento pertenezca ya al ámbito de lo etéreo: esencias, olores, sabores, tiene derecho a él, pues trabaja junto con los vivos en el éxito del ciclo agrícola. En todo caso, es una concepción que implica la noción de que sigue siendo necesario mantener un intercambio social entre vivos y muertos. Las redes sociales incluyen a los muertos. Así pues, mediante la muerte, los seres humanos se separan de los vivos y se reúnen con los muertos, pero no se disuelve el vínculo comunitario. En este sentido, los muertos son seres sociales y no dejan de ser parte del colectivo. Vivos y muertos juntos conforman la sociedad humana en conjunto, pues el muerto no deja de existir a pesar de su cambio ontológico.

La ofrenda misma es un sentido esfuerzo por agradar a los muertos y agasajarlos, no en la ambigüedad y anonimato de una referencia general a  “los muertos”, sino el papá, la mamá, el abuelo, la abuela, el hijo y todos aquellos que se han adelantado al “más allá”. Es un asunto tan personal que se atienden los detalles más pequeños en cuanto a la personificación de la ofrenda: el atole soplado en taza pequeña para que el niño muerto no se queme al beberlo, el chocolate amargo y sin azúcar para el abuelo porque así le gustaba, los tamales sin chile para los niños, el refresco específico del tío, la marca de cigarros del papá, etc.

Así, no es de extrañar que en la tradición oral de estos pueblos, sean frecuentes las leyendas en torno al tema, reforzando esta práctica ritual. Por ejemplo, hay una historia muy recurrente en Michoacán y Oaxaca, donde se habla de la procesión de las ánimas que se aparece a los vivos que ya no quieren ofrendar. Dicen que en la noche del 2 de noviembre, una persona que había dejado de poner la ofrenda a sus muertos por considerarlo una “pérdida de tiempo” y una “superstición”, escuchó ya muy tarde en la noche el tumulto de mucha gente que pasaba fuera de su casa. Entonces al asomarse por la ventana, vió la procesión de las ánimas que se dirigían de regreso al lugar de los muertos, muy contentas, platicando y cargando gustosas la comida y bebida y flores que sus familiares les ofrendaron. Se presumían entre ellas lo que cada cual había recibido e intercambiaban cosas que se les antojaban de las otras ofrendas. Esta persona incrédula, reconoció a gente con la que convivió en vida y todos avanzaban con algarabía por la calle iluminados por las velas y cirios que les dieron en la ofrenda.

Hasta atrás de esta larga procesión, pasaron –en penumbras-, apesadumbrados y llorosos, los padres de este expectador, muy tristes, con las ropas roídas, las manos vacías y sin consuelo alguno, pues no les dio nada en la ofrenda. Los escuchó lamentarse al pasar: “ingrato mi’jo que nunca se acuerda de nosotros”, “ya olvidó todo lo que hicimos por él cuando vivíamos”.

Hay variantes de esta historia, donde se dice que el hijo que ya no ponía ofrenda, era imprecado por ello por sus familiares, entonces –ya harto- y para que no lo molestaran más, puso en una mesa en su casa un atado de rastrojo. En la noche despertó al paso bullicioso de la procesión de las ánimas y al final de todo el cortejo alegre y rebosante de regalos, venían cabizbajos sus papás cargando su ato de pastura.

En algunos lugares de Michoacán dicen que los muertos olvidados se prenden un dedo, “para aluzarse” el camino de regreso, porque no tienen nada, ya que nada les ofrendaron.

En fin, hay muchas variantes de este tipo de narraciones, pero todas coinciden en resaltar la ingratitud de quien olvida y el pesar del olvidado. Además todas llevan al mismo desenlace: quien no creía, empieza a creer y no vuelve a fallar en ofrendar cada año.

Hace algunos años tuve la oportunidad de estar en Chilac, Puebla, con ocasión de la fiesta de muertos. En esta comunidad se celebra a los muertos con ofrendas que se colocan en las casas. Se trata de una ofrenda grande donde se colocan canastas y tenates de diferentes tamaños, correspondiendo éste a la edad del difunto. Las canastas son ofrendas para mujeres y los tenates para varones. Así pues, la variedad de tamaños de las canastas y los tenates resulta muy llamativo en la ofrenda. Hay canastitas minúsculas que caben en la palma de la mano y otras muy grandes, donde caben guisos, tortillas, panes, licor, etc. A los niños se les ofrendan dulces, galletas, leche con azúcar, café con leche, etc, cuidando que no esté muy caliente para ellos. Además se les colocan juguetes y la comida salada que se les ofrenda no lleva chile. Es muy interesante que durante los días que están las ofrendas, las redes sociales no solamente incluyen a los vivos sino que se incorpora a los muertos, mediante las visitas y envíos de ofrendas a los familiares o amigos difuntos.
 
 
Ofrendas en una casa en Chilac, Puebla, 1° de noviembre de 2005. Fotografías del autor.

La ofrenda se coloca en la habitación principal y allí se dejan las camas preparadas con sábanas y cobijas limpias para recibir a los invitados principales que son los difuntos y que permanecerán unos días con los vivos. Hay que destacar que durante estos días el ir y venir de personas que llegan a las casas a dejar sus canastas o tenates, según sea el caso, implica la continuación de lazos sociales con los difuntos que desde la praxis social se consideran parte activa de la comunidad de los vivos.
 


Ofrendas en casas en Chilac, Puebla, 1° de noviembre de 2005. Fotografías del autor.


En medio de esta vivencia ritual el término “creer” se asume de una forma mucho más radical que en los contextos no indígenas, donde considerar la presencia o ausencia de las almas de los difuntos se circunscribe a un ámbito individual de creencia personalizada. En medio de estas comunidades, como la referida de Chilac en Puebla, la presencia de estos miembros de la comunidad se considera tan real que aún en su nuevo estatus de “ánimas” son recibidos como una visita real y material que requiere la asignación de un espacio para que pernocten y el suministro de bebidas y alimentos en un contexto festivo donde los vivos y los muertos degustan juntos durante estos días.

Hay comunidades indígenas, como Chilac, donde se considera que las almas llegan desde el 29 de septiembre (fiesta de San Miguel Arcángel) y permanecen desde entonces hasta el 2 de noviembre cuando regresan a su lugar. Durante este lapso de tiempo, los muertos son atendidos continuamente, pues se trata de un período de convivencia que vuelve a ser posible solamente durante esos días.

Definitivamente, la concepción de la muerte como un punto final de la existencia sin posibilidad de solución, no opera en estas comunidades, donde la vida no termina con la muerte, sino que continúa después de ésta en una cercanía muy marcada de actividades, pertenencia social y gustos personales que se siguen satisfaciendo.

El muerto consume solamente los aromas, porque ya es alma, por eso le duran para todo el año y los vivos –a su vez- participan del convite al consumir la comida de la que ya comieron sus muertos. Al ser consideradas las almas como algo etéreo, se considera que solamente consumen los aromas y las esencias, por ello, es imprescindible que los alimentos que se realizan para los muertos contengan mucho condimento, como chile, hierbas de olor, epazote, laurel, piloncillo, canela, café, vainilla, etc, pues los muertos solamente consumen los olores. De igual forma, el camino de regreso del más allá hacia la casa en el más acá, se marca con flores muy aromáticas, como el cempoalxóchitl y el pericón.

En este orden de ideas, el muerto come una vez al año –cuando se le ofrenda- y se le da comida para llevar y compartir en el otro mundo. En relación con esto llama la atención que en algunas poblaciones, como San Marcos Tlacoyalco, al muerto reciente, se le ofrendan continuamente un pan y un refresco durante el primer año de muerto, en lo que se acostumbra a comer cada año.

Todos estos rituales, de una u otra forma, nos hablan de una concepción de la vida y la muerte que no está atravesada por una barrera impenetrable entre el más allá y el más acá. En cierto sentido esa trascendencia a la que llega el difunto, nunca es tan trascendente como para divorciarse de la inmanencia de este mundo en el aquí y el ahora. Es otra cosmovisión, donde las realidades de este y el otro mundo parecen resumirse en este único mundo con potencialidades diferentes (las almas pueden cosas que los vivos no). Definitivamente es una concepción del cosmos donde los ámbitos de lo divino, la naturaleza, los humanos –vivos y muertos- interactúan en un constante intercambio de bienes y relaciones a imagen y semejanza de las redes de solidaridad y organización social que viven estos grupos culturales.

Aquí lo que está de fondo, es la concepción misma de la muerte, en su indisociable binomio vida-muerte. No se trata de un culto a la muerte, como personificación del acontecimiento último, sino de un culto a los muertos y el reflejo de sus posibilidades de acción en el a posteriori de la muerte. Implica siempre una cierta ubicación de la propia muerte, pero se significa ante todo frente al desprendimiento de los seres queridos y aquello que se concibe harán ahora que están muertos en su nuevo “status”, y cuáles son los deberes o normas que determinarán el tipo de relación que se establece entre vivos y muertos.

Evidentemente el culto a los muertos es una característica universal humana. Eso es incuestionable y resulta tautológico, sin embargo, los matices en esas formas culturalmente diversas de concebir a la muerte y al muerto, son también incuestionablemente diferentes. De esa diferencia “nuestra” es a lo que me quiero referir. Generalmente en Europa y en África, el culto a los muertos pone un énfasis en “cumplirle” al difunto, en un esfuerzo por que se aleje y no vuelva. La idea de un muerto presente, no es para nada concebido como una bendición o motivo de alegría, de hecho, lo terrorífico de los muertos es llegar a tener algún tipo de contacto postmortem con ellos. El culto, los rituales, etc en derredor del muerto en esos contextos es un claro decirle: “vete”, “¡Aléjate de nosotros!”, “ya no perteneces a este lugar”. El Halloween opera bajo esa lógica: el muerto es cosa de miedo, espanto, susto, es mejor que esté lejos (tal vez no olvidado, pero que no rebase su frontera hacia acá). En África el culto a los muertos se asocia muy frecuentemente con una obligación que de no cumplirse, el muerto, se cobraría “a lo chino” con los vivos. Es muy cercano a un soborno que garantice la distancia y la ausencia.

En este orden de ideas, en América indígena, las cosas son muy diferentes. Casi podríamos decir que la tendencia es diametralmente opuesta. Todo el culto, rituales, oraciones, ofrendas, etc, están encaminados a invitar al muerto a que regrese en una temporada específica (en derredor de día de muertos) a convivir, codearse, embriagarse, comer y reír sin atisbo de miedo alguno a la presencia espiritual de los finados. Las redes sociales se conservan, la adscripción a la familia, los parentescos y amistades se conservan, la adscripción social al pueblo permanece aún después de muertos. Esta característica cultural resulta muy original y digna de ser considerada a profundidad. Incluso en México Mestizo, esta concepción ha permeado –en diferentes niveles de profundidad- y ha generado una manera muy sui generis de concebir a los muertos.

En este sentido, el culto a los muertos en México, junto con otros países latinoamericanos, se asemeja mucho a lo que se puede observar en Asia, con el culto a los ancestros, donde todo el esfuerzo ritual ofrendado es un constante, vivo y sentido grito impregnado de afecto dirigido al muerto: “vuelve”, “regresa”, “sigues perteneciendo a nosotros”.




Tumbas adornadas en un cementerio de Puebla, 2 de noviembre de 2005. Fotografías del autor.